Monstruos que retozan en este sitio:

domingo, 26 de diciembre de 2010

las gemelas


Ya no tenían edad para esos trotes, pero se veían obligadas a correr y esconderse.
No molestaban a nadie, no entendían por que se metían en su casa, con linternas, a buscarlas de noche... siempre de noche ¿Es que acaso no descansaban?
Cándida y Romina se tomaban de las manos cuando los sentían llegar y se ocultaban en el ropero de la habitación que fuera de sus padres. Cándida, como hermana mayor debía proteger a su gemela. Romina lo sabía, así que ante el menor sonido se aferraba a ella y esperaba que la salvara.
Todo había comenzado hace casi un año, cuando estaban sentadas en las mecedores del patio de la casa antigua y no se percataron de los jóvenes hasta que vieron los ojos aterrados de aquellos. Desde ese día la casita en medio de la nada era visitada por curiosos casi periódicamente.
Allí estaban escondidas, una vez más, Romina lloriqueaba y Cándida le daba palmaditas en la encorvada espalda tratando de tranquilizarla, pero la veía temblar acurrucada bajo su pecho, espantada de esos entes, que la ira le desencajaba el rostro con cada minuto que pasaba.
Estos eran distintos, espió por el resquicio. Tenían cámaras y pequeños grabadores, luego entró un hombre bajito y rechoncho con sotana, tirando agua nauseabunda por doquier, haciendo cruces, rompiendo la armonía del hogar, exhortándolas a abandonar la casa que las viera nacer.
Tomó uno de los vestidos que aun colgaba de una percha, casi reducido a harapos y que se salvara del gran incendio, cubrió a Romina y abriendo de una patada la puerta salió enfurecida, rugiendo, era la primera vez que rezumaba ectoplasma por los ojos, la nariz, la boca. Se ahogaba en el líquido espeso, pero era tal la sensación de impotencia que se sentía desbordada. Ella no molestaba a nadie. Rugió, vomitó y gritó sobre ellos hasta que sólo quedo la cámara abandonada y el eco de los aullidos de los visitantes que huían sin mirar atrás.
El mudo testigo con su ojo electrónico captó cuando la vieja abría el ropero, sacaba a su hermana, y juntas desaparecían en las profundidades de un par de tumbas que se escondían entre los matorrales.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Feliz Navidad


Que en estas fiestas: cuando crucen a saludar a vecinos y familiares, vuestros tobillos queden a salvo de los duendes rabiosos que se ocultan entre las hojarascas y que el oscuro Papá Noel, hambriento consumista, no se adueñe de sus almas, y logren encontrar en la simpleza... el verdadero significado de la Navidad!

sábado, 18 de diciembre de 2010

LA PESTE (final)


El 18 de octubre pasé del sector “sano” al de “portadora y futura agusanada”.
Mi vida era una mierda. Comencé la lucha en los hospitales. Debía implorar por atención y gastar zapatos para encontrar una farmacia con menos de doscientos agusanados esperando por un turno para proveernos de las benditas cremas.
Ni siquiera podíamos esconder las llagas porque poner una venda era empeorar la situación, ya que la oscuridad y la humedad eran los ambientes propicios para esos inmundos gusanos que hasta podíamos ver por arriba de la piel como reptaban tranquilos.
Cinco horas bajo el sol de octubre, cuarenta grados de calcinación. Una gorra para no fritarme los sesos y una manta para que no me salieran ampollas en la espalda.
Soy tranquila, optimista, batalladora, pero ese día todo iba colmando mi santa paciencia.
Cinco putas horas hasta que un médico infectado me diagnosticara la peste y me recetara la puta crema, antibióticos varios, corticoides diversos y antiinflamatorios de distintos calibres.
Todo era mero experimento. Te daban medicamentos para que te fueras tranquilo, creyendo que te curarías. Al menos las cremas refrescaban las pústulas y disminuían la comezón.
Me quedaba en ese momento deambular por las farmacias.
Caminé mucho esa tarde, después de las cincuenta cuadras dejé de contar, todas las farmacias abarrotadas.
Llegué a una que no contaba con el banderín negro pero me aventuré a entrar bajándome las mangas de la camisa para ocultar los rastros.
En cuanto pedí la crema, el farmacéutico, un viejo con cara de malo, me miró fijo y retrocedió indicándome que saliera.
Le imploré que me vendiera sólo la crema, que no tocaría nada para evitar un posible contagio.
Sacó una escoba de bajo el mostrador y amenazó con golpearme.
Me trató como a un perro, como a un animal sarnoso, ¡fue tanta la indignación que sentí que las heridas de los brazos me ardían!
Me violenté. Soy una mujer tranquila y apacible. Pero fue el punto cumbre. Me sentí desvalorizada como persona.
Grité enfurecida y saltando por sobre el mostrador me tiré sobre él golpeándolo con los puños, con las rodillas, con los pies.
No paré hasta que dejó de luchar. No paré hasta que lo vi convulsionar en un charco rojizo. No paré hasta que me encontré embadurnada en su sangre.
Ni siquiera me inmuté. Admito que algo había hecho un clic en mi cabeza, estaría mal echarle la culpa a la peste porque no estoy segura de eso.
En algunos rincones de la provincia ya había disturbios, los noticieros no lo informaban pero era reguero de pólvora lo que acontecía. Tal vez me sentí parte del “grupo agusanado rebelde”, tal vez luego de la furia me encariñe con la textura de la sangre corriendo por entre mis dedos.
Dos enfermos que me habían visto entrar en la farmacia y esperaban para ver si me vendían la crema eran ahora testigos de todo. Entraron primero en silencio y cómo no les dije nada empezaron a destrozar el lugar en busca de los medicamentos. Metí en los bolsillos varios antiinflamatorios, en la cartera diez pomos de la puta crema y dentro de los pantalones unas cuantas tabletas de antibióticos. Mientras los otros dos saqueaban la farmacia abrí una puerta que conectaba con la casa del farmacéutico muerto. Todas las ventanas estaban abiertas dejando entrar el impiadoso sol. Después de husmear en varias habitaciones en la última encontré a una mujer entrada en años que temblaba en la cama. No tenía brazos, estaban cortados arriba de los codos y por la forma que dibujaban las sábanas, también le faltaban las piernas. Era una imagen dantesca, los gusanos le aparecían por las fosas nasales y mientras lloraba intentaba sacárselos con los muñones.
¿Quién le había hecho esto? ¿Un hombre o la enfermedad? ¿Ese era mi futuro? ¿Me caerían las extremidades podridas y abichadas?
Lejos de sentir algún tipo de empatía por el vestigio de mujer, me enfurecí. La peste no nos mataba, nos comía lentamente. Sin asco. Sin pudor. Desvergonzada y ultrajantemente. Regresé a una pequeña mesa que había cruzado y tomé el martillo que viera unos momentos antes e hice justicia. Le quité la vida al despojo humano.

Cuando regresé a la farmacia ya eran una treintena de agusanados los que se peleaban por las cremas que sobraban.
Después de unos cuantos incidentes más, la policía salió a la calle con armas para exterminar a los enfermos revoltosos.
Hubo matanzas, estábamos perdidos en el abismo de la desesperación.
O conseguíamos los medicamentos a la fuerza para que los bichos no nos comieran desde adentro o nos sometíamos a la discriminación del grupo mayoritario, sano y fuerte.
Daba igual. Estábamos jugados. Era el todo por el todo.
Se decretó toque de queda.
Sé que muchos de nosotros sentíamos cierto regocijo al ver el miedo en la mirada de los otros, por ratos nos creíamos superiores.
Me sumé a dos actos vandálicos más y aproveché para matar a tres sanos.
¡Cuanta satisfacción sentía al verlos destruidos! Siempre, antes de irme me sacaba unos cuantos gusanos y se los metía en la boca para que sintieran, aunque sea en la muerte bendita, el calvario de ser un bicho en medio de la pulcritud.
De eso hace ya ocho meses.
Con el paso del tiempo nacieron niños con la peste y ahí surgió la cura milagrosa.
Varios de ellos, en descuidos de sus madres, se comían sus propios gusanos y comenzaban a sanar.
La ciencia estudió los casos y en dos meses se publicaron los resultados en todos los medios informativos.
¡La cura de la peste estaba en los mismos gusanos!

He perdido prácticamente todo el brazo izquierdo y el pie derecho, aun así las ganas de vivir me sobran.
Hoy es miércoles, todavía hay un sol radiante, son las seis de la tarde.
Me tomo un té mientras termino de escribir mi historia y entre sorbo y párrafo... ¡los ingiero!
Los médicos creen que en un mes a más tardar ya estaré limpia de la peste.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LA PESTE (I)


Los síntomas comenzaron en septiembre y los dermatólogos lo diagnosticaron como un brote agudo de una dermatitis atópica producto del polen y el polvo, una alergia propia del mes de la primavera.
Nadie se preocupó por el incremento en las consultas que pasaron de ser de una treintena de casos al mes a más de ciento cincuenta personas por semana.
Iniciaba con una irritación en la zona de las articulaciones. Rodillas y codos tenían pequeñas costras y en la cara interna de estos la piel se hallaba rojiza y caliente al tacto con una constante picazón.
Las cremas escaseaban en las farmacias y se acababan las ideas para realizar ungüentos caseros que sólo traían cierto alivio, sin curar la irritación que pronto comenzó a infectarse. Lo que era una piel afiebrada y roja pasó a ser una zona blanda, llena de puntos de pus. Al mes de comenzados los síntomas, de las costras empezaron a emerger pequeños gusanos grises que cuando uno los sacaba, con gran alivio para la comezón, pronto sacaba la cabeza otro.
La histeria tardó en aparecer un mes y medio, los hospitales se vieron colmados. La gente que acudía a los centros sanitarios por una simple gripe u otra dolencia ajena al mal de moda, no querían estar cerca de ellos y algunos médicos se negaban a atenderlos.
Se sintieron discriminados y exigieron ser respetados. ¡Poco a poco la violencia comenzó a abrirse paso!
Creo, si mal no recuerdo, que la gota que colmó el vaso fue cuando se decidió que las personas que contenían los síntomas de la enfermedad serían atendidas en el sector de atrás de los hospitales y sólo por médicos infectados.
Como no había suficientes consultorios se montaron carpas y a veces sólo mesas debajo de árboles para que el sol de verano no terminase por matar a los pobres agusanados.
El transporte público de pasajeros se dividió en dos, los que tenían una banderilla negra flameando en el costado derecho, era para los enfermos.
Todo fue fraccionado. Santiago del Estero era “sector sanos” o “sector de gusanos”.
Y como fuimos la primera provincia en confirmar los síntomas, nos cerraron las rutas dejándonos en un claustro de pestilencia, mientras el mundo nos miraba con ojos asustados y una mueca de asco en la nariz.
El 18 de octubre me levanté para ir a trabajar y sentí la picazón en el antebrazo, quedé sentada en la cama escuchando como el corazón se aceleraba. Sin mirar me rasqué palpando la zona, estaba caliente. Le dirigí una mirada de soslayo, la piel afiebrada y roja ya mostraba algunos signos incipientes de pústulas. Palpé el codo y había costras.
¿Qué les puedo decir de mi reacción?
Nos recomendaban lavar la zona con agua y sal apenas divisáramos algún síntoma, pero reconozco que lo hice después de dos horas de llanto y pataleo.
El 18 de octubre pasé del sector “sano” al de “portadora y futura agusanada”.


continuará

martes, 7 de diciembre de 2010

esa noche


El tipo espera en la esquina oscura, mete casi todo el antebrazo por debajo del pantalón, se toca, saca la mano la huele y sonríe.
Espía agachado, está agazapado detrás de una pequeña tapia que forma parte del perímetro de un baldío. Se acerca una morocha de un metro sesenta más o menos, pechos turgentes, buenas caderas.
Se le hace agua la boca mientras la inspecciona, ya siente la erección en la entrepierna, se toca.
La morocha se acerca, tiene el pelo hasta la cintura y una pollerita que lo deja sin aire.
Ya llega, se para y se prepara.

Tiene que andar por esa zona oscura a esas horas de la noche por culpa del jefe que la retiene con cuentos de viejo verde que ni las crías se lo creen.
No puede pagarse un taxi, aunque pensándolo bien...
Se detiene para sacar el celular y unas manos gruesas la toman, quiere gritar pero los dedos sucios se le meten en la boca, rasguñándole la lengua y las encías.
Hace arcadas mientras la lleva casi en el aire hasta el basural que se encuentra en medio del baldío.
Patea, intenta morder, quiere golpearlo pero mientras más se opone el tipo acrecienta su violencia. Se lo escucha jadear. La lucha lo excita.
Se queda quieta, agitada y se deja manosear.
Él aun no se anima a destaparle la boca.
La remera rota deja al descubierto tremendo par de pechos, quiere saborearlos pero está luchando con la bragueta del pantalón. Sabe que con una mano no podrá. Se acerca al oído y le susurra en una inequívoca amenaza: "si gritas..."
Ella sonríe mientras no la ve.
Le presiona el estómago con el peso de su cuerpo, se baja el pantalón y la penetra.
La mujer gime y abre las piernas.
Él la mira confundido y le grita "perra".
Ella no lo escucha, con las manos lo ha tomado de las caderas y lo aproxima con rudeza.
Hay una fuerza que hace unos segundos no existía.
La mujer lo está gozando y él no deja de mirarla con un dejo de desconcierto, quiere retirarse pero no lo deja.
Lo toma de la cabeza con ambas manos y lo besa mientras lo rodea con las piernas impidiendo que se escape.
Siente la lengua de la mujer y una marea de insectos que le recorren todo el interior de la boca, hace una arcada, no puede separarse, la toma de los brazos y lucha hasta que logra alejarla unos centímetros. Escupe, tose. Ella con los ojos cerrados le sonríe. Intenta escapar, pero la mujer lo comprime contra su cuerpo con las piernas alrededor de la cadera, ayudándolo a penetrarla. Abre grande la boca y cientos de arañas salen, él quiere gritar y ella lo inunda de arácnidos en un beso mortal.

Llega al orgasmo y se levanta sacudiéndose la ropa.
No esperaba que después de los malos ratos en el trabajo la noche acabara de una manera tan agradable.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

¿¡Qué fue lo que hizo!?


Una y media de la tarde, cuarenta grados a la sombra, sensación térmica de cuarenta y ocho.
Cándida baja del colectivo y hace la cuadra y media que le falta bajo el sol rajante a paso lento. Ya en el trayecto, un cansancio pesado la deja casi tirada en el asiento con sólo las fuerzas suficientes como para mantener los ojos semi abiertos.
Abre la puerta.
Martín a comenzado a cocinar, se da media vuelta sonriente pero al ver el rostro demacrado de su mujer se asusta y deja las verduras en el mesón.
-Me siento mal- acota ella al borde del desmayo.
Él se acerca. Luego un segmento en el tiempo transcurre desmedidamente lento.
Antes de alcanzar las manos de su hombre, se dobla el tobillo y cae.
Todo ocurre de manera pausada.
Martín arquea las cejas y una sombra pasa por arriba de ella. Una neblina oscura, un ente fosco.
La entidad vuelve el rostro y la mira caer, se asombra, extiende un apéndice negro pero pasa de largo y entra en el pecho de Martín.
El hombre se dobla de dolor y cae junto a ella.
Cándida inmediatamente vuelve a sentirse bien, pero lo que acaba de ocurrir la abruma. El tiempo juega de nuevo a un ritmo normal y en la casa resuena el llanto.
Histeria, negación, ambulancias y al final la certeza. Su hombre ha muerto con un paro cardiorespiratorio. ¡Muerto, con su muerte!

Han pasado dos días y las ideas comienzan a tomar forma.
Los recuerdos, los momentos, encuentran encastres justos. ¿Podría ser? ¿Es lo que cree o está enloqueciendo?

Lágrimas... pesar... culpa... ¡odio!

Recuerda el arma y la busca.
Cándida está sentada al borde de la cama apuntándose a la sien.
Estruendo.
Frío, oscuridad.

Por ratos cree que puede abrir los ojos, la entidad está allí, casi humana. Podría reconocer algunas formas. Hay un rostro que la mira de costado. Hay sensaciones, sentimientos.
-Nunca me había pasado- le explica eso.
Las palabras le llegan con distintos tonos, a veces altos, luego bajos, más graves también. Tienen eco. Es como si aquella cosa estuviera hablándole desde la nada.
-No tenias que caer. Yo debía tomarte e irme. ¡Era así de fácil!
No puede formular palabras, quiere responderle pero se ahoga en su propia sangre.
Las imágenes se pierden, deja de verla.
¿Quien es la que se va? ¿Ella o la entidad?
Nada, frío.
Cree que han pasado unos segundos, pero cuando abre los ojos está en la morgue: limpia, cosida y perfectamente congelada.
Se sienta en la cama de metal y la reconoce, está acurrucada en una esquina, llorando.
Le quiere gritar que se la lleve, pero sólo salen sonidos guturales con olor a formol.
La sombra voltea y la mira.
-No se que hacer, estoy imposibilitada de seguir. Me avergüenza mi incompetencia. Con un error de cálculo estúpido he roto la armonía del universo. Dos hembras, me dijeron y me presente con un macho. ¡Qué vergüenza!
La sombra le mira el rostro zombi que cuestiona y le explica.
-Estabas embarazada de una hembrita. No puedo decirte nada mas porque el crío no tenia futuro, estaba marcado que moriría y para mayor vergüenza, no la llevé yo... la mataste vos.
Cándida abre grandes los ojos y se le tira encima. La sombra tiene una entidad corpórea, puede percibirla, tiene peso. Se queda quieta y recibe el ataque furioso. Cándida puede sentir en los dedos, en cada falange, como la destroza.
Le grita emanando olor a formol y en la lucha se descosen los puntos y caen órganos.
Está aturdida, quiere llorar y ya no siente los ojos.
-Hijjja e uta!-logra articular.
La sombra yace en el suelo.
Escucha un ruido y voltea, los otros cuerpos que esperan autopsias y otros ya cosidos se levantan y observan.
Cándida vuelve a mirar la mancha negra en el piso...¿¡Qué fue lo que hizo!?
Related Posts with Thumbnails