Monstruos que retozan en este sitio:

martes, 26 de junio de 2012

Cuento en Penumbria

Amigos, la Revista digital PENUMBRIA, publica en su edición número DOS uno de mis cuentos,
los invito a pasar y leerlo.
el cuento se titula EL LORO y se encuentra en la página 24.


De más está decir que todos los textos merecen ser leídos y disfrutados.

Gracias por pasar.

ABRAZOS A TODOS!




viernes, 22 de junio de 2012

Objetos perdidos


¿No te pasó en algún momento que pusiste algo sobre la mesa y cuando regresaste a buscarlo, ya no estaba? ¿Qué luego de revolver la casa y regresar al primer lugar te diste con la sorpresa de que aparentemente nunca se había movido de ahí? A muchas personas les pasa… ¡a Rebeca le pasó!

Entró corriendo al departamento y colocó los lentes oscuros sobre el escritorio, se apuró al cuarto contiguo, sacó una campera del armario y regresó. Cuando se acercaba notó que los lentes faltaban. Se paró en seco en medio del comedor y miró a su alrededor.
No estaban.
Llevó una mano a la boca y mordió la uña.
¿Dónde los había dejado? ¿Qué es lo que había hecho ni bien entró?
Tamborileó los dedos sobre el lugar que creía debían estar y regresó al cuarto anterior siguiendo el camino que había realizado uno segundos antes.
Nada.
Maldijo en voz baja y miró la hora, regresó al comedor y se detuvo cerca del escritorio pensando en que debería partir sin ellos y que tal vez de regreso, más serena, recordaría mejor.
Estaba mordiéndose otra uña mientras meditaba sobre esto cuando con un impulso que ni ella sabría explicar, se dio media vuelta repentinamente sólo para encontrar una manito grisácea, con dedos largos y delgados, ¡poniendo los lentes en su lugar!
La mirada inmediatamente se dirigió a la criatura. Sus ojos se encontraron. Los marrones de ella de pupilas dilatadas, con los enormes ojos blanquecinos de él que le abarcaban prácticamente la mitad de la cara.
Rebeca no se movió… ¡tampoco podía! Las piernas le temblaban visiblemente, el corazón le palpitaba tan aprisa que parecía rebotar dentro del pecho.
La criatura por su parte todavía tenía la mano en el aire sosteniendo los lentes. Era pequeño, de unos cuarenta o cincuenta centímetros, piernas largas en comparación al torso y brazos huesudos que llegaban hasta el piso, arrastrando al caminar algunos dedos.
El pánico llegó a su punto cumbre y se le llenaron de lágrimas los ojos, cuando toda la visibilidad era acuosa, parpadeo. Fue solo un parpadear, pero que bastó para que la criatura desapareciera.
Rebeca intentaba llevar aire a su sistema inhalando y exhalando con desesperación. Recorrió con la mirada su entorno buscando a la criatura, tenía miedo de caminar, de mirar, de gritar.
No había sido una ilusión óptica, se aseguraba, cuando la idea quería penetrar su mente.
¿Que pasaría ahora? La mataría. ¡Si! Hoy perdería la vida en manos de ese engendro.
Imaginó que podría salvarse si gritaba y corría pidiendo ayuda, pero dudaba de sus piernas y su capacidad de articular palabra.
De todas maneras, no podía, ni debía seguir razonando sin actuar.
No tenía fuerzas en las piernas pero aun así corrió tambaleándose hacia la entrada. Cuando faltaban dos pasos sintió unas manitas frías y huesudas que le tomaban una pierna. Gritó espantada cuando caía y enmudeció cuando la cabeza golpeó de lleno en la puerta.
La mujer intento levantarse y luchó por ello cuando a través del cabello que le tapaba los ojos lo vio acercarse.
El ser, cauto, se sentó a su lado. Al mirarla tirada en el piso, casi de costado y ya sin ánimos de luchar por levantarse, supo que podía tomar hasta su último aliento sin temor a perder el suyo. Sintió curiosidad, se acercó y de improvisto la golpeó en la cara emitiendo un sonido gutural que terminó por horrorizar a Rebeca.
La mujer comenzó a gritar con la boca inmensamente abierta y los ojos desorbitados. El ser retrocedió unos pasos sólo para tomar impulso y abalanzarse sobre sus hombros y mordisquearlos con las encías desdentadas mientras le levantaba la cabeza y la golpeaba contra el piso, casi con gozo y sevicia.
Cuando Rebeca despertó en el hospital, su madre y un médico le contaron sobre lo que supuestamente había sido un accidente. Caída, cabeza, puerta, hematoma. Comprendía lo que le decían, se trazaba mentalmente un plano de lo que pudo haber ocurrido y que no recordaba.
Todo estaba en orden, pero algo intrínseco la inquietaba.
Desde ese día cuando pierde algo inexplicablemente, no vuelve a buscarlo. Si no está, no existe. A veces, con un accidente, la personalidad puede llegar a verse ligeramente modificada... ¡¡y ni hablar del horror que siente ahora por los cuentos mágicos que hablan de gnomos o duendes!!!

viernes, 15 de junio de 2012

El escritor


Fabián tenia una uña larga en el dedo índice de su mano derecha.
Cada quince o veinte días (variaba según episodios personales o influencias externas) sentía dolores de cabeza que se alternaban con sensaciones de presión en la frente.
A veces aguantaba cinco días antes de realizar su ritual de curación.
Se sentaba a la mesa, ponía una cartulina blanca y se acomodaba en la silla, con un toallón manchado, atado al cuello, cubriéndose pecho y espalda. Buscaba con la yema de los dedos un lugar específico en la zona del parietal derecho. 
Cuando lo encontraba clavaba la uña, hundiéndola lo más posible. La piel cedía enseguida, el cráneo tenia en ese lugar un agujero cuyo diámetro no superaba el medio centímetro, (era cuestión de rasgar y cortar) luego introducía un tubito negro, de cristal, que tenía para tal fin e inclinaba la cabeza para que saliera lo que provocaba la presión.
Primero eran grandes letras imprentas, mayúsculas, times new roman negrita que se intercalaban con palabras en arial narrow cursiva que caían formando charcos y coágulos espesos.
El tratamiento para su presión comenzaba a funcionar a los diez minutos, sentía alivio, y el dolor comenzaba a desaparecer. Experimentaba cierto mareo y una sensación de embriaguez que rozaba lo orgásmico.
Con una toalla se limpiaba el costado de la cabeza y juntaba los pliegues de piel tapando el orificio.
Pronto cicatrizaría, era cuestión de horas.
Tomaba la cartulina manchada y comenzaba a moverla de un lado al otro como quien lee la borra de café. Las frases se formaban solas y la historia surgía delante de sus propios ojos. Luego hacía secar la cartulina y la enmarcaba usando madera apenas pulida, protegida con un barniz mate.
Las colgaba en una habitación amplia, preparada solo para sus obras, la pared estaba pintada en rojo bermellón y quedaban pocos espacios vacíos. En el centro había un sillón grande al estilo Luis XV en el que se sentaba para conmoverse con sus historias.
Nunca quiso ser escritor, nunca lo planeó, pensó ni tramó. Pero estaba signado en su camino.
A los 15 años una bruja, medio chamán y medio espiritista tocada con la varita de la locura, después de haberlo observado un rato largo, lo sentenció.
-¡Las mejores historias saldrán de tu mente! Puedo percibirlo, hueles a letras.
Y cuando el muchacho estalló en carcajadas la vieja le clavó la uña en el lado derecho haciendo crujir el cráneo y provocando la abertura en el hueso.
El dolor punzante duró unos segundos y ella siguió:
-Tu vida dependerá de ello, todo lo que tu espíritu creativo dicte se irá moldeando en tu cerebro y si no lo sacas, morirás. ¡Tu destino está marcado, niño! ¡Acabas de nacer, escritor!
Bienvenido al mundo de las letras, doloroso y placentero, solitario y abrumador.

martes, 5 de junio de 2012

Despedida



Llegaba y me sentaba a observarla, no podía contestar a sus cuestionamientos por más que su desesperación fuera nítida y emanara violetas furiosos por el iris. No podía responder, ni volver a racionalizar sobre situaciones que ya no estaban a mi alcance.
Sé que le decían que debía dejarme marchar... pero lo que pocos comprendían es que no era ella quien me llamaba, sino yo el que no podía irme sin visitarla en sus sueños.
No podía seguir sin contemplar sus rasgos, sin rememorar los momentos pasados. Era el vestigio de vida que me quedaba, el único nexo con lo que había sido.
Me esperaban desmaterializaciones, fusiones, metamorfosis que nadie imaginó.
La desesperación a la que se sometía cuando me veía sentado frente a ella, en silencio, más su alegría y su tristeza, formaban un combo de energía que me ayudaba en la tarea de saltar al siguiente plano.
Me reprochaba que la mirara y no le dijera lo que sentía. Me recriminaba ausencias, despertaba llorando y se tapaba con las sábanas formando un capullo en donde se escondía en posición fetal.
No puedo afirmar que sentía tristeza.
En cierta manera me quedé complacido: todo su dolor, esa despedida en cuentagotas, me aseguraban que un eco de mis días quedarían en su memoria.
Cuando me sentí seguro, con el último vestigio de humanidad le bese la frente como cuando era una niña y le dije adiós. Pude ver su sonrisa antes de saltar.

viernes, 1 de junio de 2012

El vidente

Tenía su propio consultorio en donde atendía desde cincuenta a setenta personas por día.
Su profesión no se estudiaba, venía insertada en los genes.
Era hijo, nieto y bisnieto de chamanes y videntes, pero como todo debía adaptarse a los nuevos tiempos, había actualizado su don, colocando un consultorio y trabajando con pago a contado, tarjeta de crédito, débito y cuenta personal.
Una semana antes, mientras preparaba una poción para recuperar a un marido infiel, la vio reflejada en el vidrio. Una pesada sensación de angustia le aprisionó el pecho. Se dio media vuelta y no la encontró. Sabía que no estaría, pero un instinto básico y absurdo lo hizo comprobar algo que conocía de antemano. La llamó para preguntarle si todo marchaba bien. La mujer respondió entre asombrada y feliz por esa llamada y le contó los pormenores de su mediodía: el colegio de los hijos, el perro, el gato y los precios del supermercado.
Los días que siguieron la vio reflejada en cuanto objeto espejado se cruzara por delante.
Sabía su significado. Lloraba despacito cuando entraba al baño, la abrazaba fuerte durante las noches, no se animaba a hacerle el amor por miedo a romper con el hechizo de una despedida mágica. Su mujer tenía el final del derrotero a metros de distancia. La perdería, dejaría de verla. Ella lo esperaba con las comidas que a él le gustaban y eso lo hacía sentir aun más culpable.
Ella se envolvía en seda durante las noches y lo seducía, dejandole un sabor amargo a traición. No podía decirle que presentía lo que iba a pasar. Mejor dejarlo así. Mejor dejar que la parca roñosa se presentara un buen día sin importunar su presencia, anunciándola.
Se preparó mental y espiritualmente para la pérdida, es más, comenzó a mirar con cierto cariño a su secretaria buscando inconscientemente un consuelo para las noches frías que se avecinaban.
Un lunes ella lo beso fuertemente en la boca y no pudo evitar llorar.
-Te estoy soñando- anunció la mujer- y no son sueños buenos, cuídate por favor, ¡cuídate!
No supo como responder, su mujer, sin dones ni ascendencia de brujos, cuando soñaba algo ¡se cumplía!
¿Y si sus premoniciones eran que no la vería más, porque él se iría?
¿Y si no era ella quien moriría? ¿Si sus visiones le indicaban que esa mujer perdería a su hombre?
No podía dejar de pensar en que tal vez la muerte estaba sentada en el asiento trasero del auto respirándole en la nuca, se sintió abatido, la taquicardia no tardó en llegar, el sudor le corría por la frente, la ansiedad le oprimía el pecho, el susto le provocaba el adormecimiento del brazo izquierdo.
Al mediodía vio llegar a la policía, estaba preparada.
No lloró.
Cuando sus sueños marcaban sentencia, ni los videntes se salvaban.
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