La policía la encontró sentada bajo el árbol dando de mamar a su hijo en completa paz mientras le cantaba un arrorró, mientras las hormigas devoraban a su marido, mientras el cuerpo atraía moscas, mientras el universo le daba nuevamente las riendas.
Cuando la subieron al patrullero reconoció que su vida seguiría siendo una bolsa inmensa de mierda mientras aquella siguiera contemplándola y escribiéndola.
Esa misma noche se escapó y no dudó en matar a cuanto hombre intentara frenar esa libertad sicótica que la hacía tan espantosamente absurda, atípica y utópica también.
Ser Cándida y ser su tinta era, más que una maldición, una atávica herida que cercenaba ovarios y los dejaba cuajados y hambrientos.
Mientras dormía, la buscó bajo la tierra y sobre su hombro. Se dedicó a deconstruir esa relación ambivalente que las unía y llegó a la conclusión que escribía sobre ella porque la amaba tanto, como la odiaba también.
Y por primera vez: temió por su vida, por acabar en un cuaderno cerrado o desmembrada bajo el zapato de un patriarca. Descubrió que tras el lápiz y los feroces episodios de violencia o empatía, existía una tirana demanda de poderes que aquella anhelaba tener, que temía perder, que ansiaba descubrir.
Y supo que su existencia estaba basada en la envidia que despertaba en la escritora.
Y amó ser Cándida.
Y odió ser un sueño.
Se despertó en la patrulla, aún faltaba un tramo largo, su hijo dormía junto a su pecho.
Lo sostuvo fuerte tapándole los oídos para que nada interrumpiera su paz y abrió la boca demencialmente para tragar al primer hombre que osara detenerla.