Monstruos que retozan en este sitio:

viernes, 1 de noviembre de 2013

El ranking

Se sentía realmente conforme viviendo ahí.
Abría su hogar al público de 9 a 12, después de ese horario no atendía ni el timbre, se sentaba en medio del salón a fumar un cigarrillo y disfrutaba del espectáculo de sus otros habitantes.
“Es hora del té” gritaba a las 6 de la tarde y la tetera levitaba.
Más que por el delirio sobrenatural de su hogar invadido de espíritus, él se regocijaba en la certeza de haberlo armado.
Su casa estaba situada en el primer lugar de un ranking de zonas con mayor actividad paranormal, era dueño de un circo que generaba sólo ganancias. No había que alimentar animales ni payasos, sólo levantaba la mano, recibía el dinero de la entrada y esperaba que los visitantes salieran espantados y lívidos del susto. Sus fantasmas nunca fallaban, eran tan espeluznantes como puntuales y aullaban en el momento indicado o rozaban tobillos con huesos helados cuando algún escéptico se pavoneaba por los corredores.
Con el tiempo descubrió que hasta sus propias almas en pena pasaban a nuevas dimensiones y dejaban la casa entre silencios incómodos. Estaba viejo, pero si en algún momento la pobló de aullidos, tendría y seguramente podría, hacerlo de nuevo.
Se colocó la cazadora gris y fue al campo a cazar.
Las muchachitas ya no se dejaban atrapar como en épocas pasadas, desconfiaban hasta del dinero. Huían asustadas cuando lo encontraban en medio del monte, en la zona donde sabía que irían por leña y no le daban tiempo ni a sacar sogas o taparles la cabeza con bolas plásticas, por lo tanto optó por lo más rápido y fácil de cargar. Se llevó niños de no más de un año, los encerró en el sótano y esperó a que murieran de inanición. La transición de humanos a poltergeist insoportables duró cuatro meses.
La gente dejó de pagar la entrada, espantados ante los comentarios de los que habían asistidos y huyeron horrorizados entre mordidas y humedades de espíritus que no controlaban esfínteres. De los 8 niños que se llevó, 4 madres muertas de tristeza llegaron hasta la casa a buscarlos. No podía estar ni dentro ni fuera del hogar. A las 6 de la tarde le orinaban en la tetera, a las 7 le babeaban el periódico y a las 10 de la noche lloraban por no querer ir a dormir. Salir a la vereda era toda una aventura, afuera estaban las féminas desesperadas que le arañaban el rostro con la putrefacción que caracteriza al fantasma lleno de furia.
Un día se escondió en un ropero y no salió más.
Allí lo encontraron, unos cuantos años después, convertido en un esqueleto polvoriento, con las piernas dobladas sobre el pecho en posición fetal y las manos en los oídos, esperando un destino que no se imaginó para él mismo.
Las mujeres luego de pasar por varias dimensiones de dolor lograron recuperar a sus hijos y se fueron por otros derroteros. Él se quedó cuidando la casa, para que al menos la fama de ser la más aterradora, no mermara.
Se encargaba él mismo de vomitar gusanos y levitar entre tufos putrefactos sobre la cabeza de sus visitantes y soportar de vez en cuando que los antiguos fantasmas regresaran buscando venganza y degeneraran su valioso ectoplasma convirtiéndolo, por ratos, en caldo de arvejas.
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